miércoles, 19 de febrero de 2025

Palabra, poso y peso, en “El durmiente del valle” de Arthur Rimbaud

 

edición de 1972

La poderosa imagen del o de la durmiente en el bosque, en el lago o bajo un árbol que planea desde el título, antes de entrar en la lectura del poema, pudiera venir a velar el contenido del poema tanto o más como velaron, en vida y, luego, tras su fallecimiento en Marsella, los comentarios contrapuestos, la asimilación a corrientes literarias yuxtapuestas e incluso las etiquetas contradictorias (místico, crápula, católico), que pueden encontrarse en los montones de paja que circulan por internet y que con más rigor abren la introducción del librillo que manejo Poésies, Derniers vers, Une saison en enfer, Illuminations (Livre de poche, Librairie Générale Française,1972) volumen del que hoy traigo “Le dormeur du val”, pp 81-82. No voy a adentrarme en la lectura del poema por el sendero de la biografía. Y tampoco voy a reflejar aquí las traiciones en las versiones traducidas que desvirtúan el sentido último del poema y que circulan repetidas o con ligeras variaciones por internet. El recorrido que propongo pretende acercarse al poema desde lo que el poeta dice tal como él mismo parece que expresó: “He querido decir lo que eso dice, literalmente y en todos los sentidos”. Soy consciente de que corro el riesgo de poner en la lectura lo que el azar ha ido trayendo a mi molino sobre esa imagen poderosa de quien muere solo, abandonado en medio de la naturaleza impasible, bajo la indiferencia de dios y de los hombres. Esta última indiferencia tan presente en la pintura de La caída de Ícaro de Brueghel el Viejo es escancia en palabras con maestría contenida por William Carlos Williams en su poema “Paisaje con la caída de Ícaro

He aquí el texto original del poema, cuya traducción intento más abajo tras enlazar a algunas de las versiones que circulan por internet.


C’est un trou de verdure où chante une rivière
Accrochant follement aux herbes des haillons
D’argent ; où le soleil, de la montagne fière,
Luit : c’est un petit val qui mousse de rayons.

Un soldat jeune, bouche ouverte, tête nue,
Et la nuque baignant dans le frais cresson bleu,
Dort ; il est étendu dans l’herbe, sous la nue,
Pâle dans son lit vert où la lumière pleut.

Les pieds dans les glaïeuls, il dort. Souriant comme
Sourirait un enfant malade, il fait un somme :
Nature, berce-le chaudement : il a froid.

Les parfums ne font pas frissonner sa narine ;
Il dort dans le soleil, la main sur sa poitrine
Tranquille. Il a deux trous rouges au côté droit.

Arthur Rimbaud, octubre 1870

Versiones en español en internet :

La durmiente delvalle - Arthur Rimbaud - Ciudad Seva - Luis López Nieves

El Espejo Gótico:«El durmiente del valle»: Arthur Rimbaud; poema y análisis

Arthur Rimbaud: Eldurmiente del valle – Trianarts

Remarco la palabra “trou” en negrita, que abre y cierra el poema, porque esa decisión no es aleatoria y la traducción deberá respetar esa intencionalidad. No es lo mismo traducir: es un claro de bosque / es un hoyo de verdura / es un hoyo de verdor. En todo caso en las versiones encontradas no se tiene en cuenta el significado de la misma palabra al final del poema: agujero, orificio. De entre las opciones posibles hay que decidir cuál se acerca más a lo que dice el poema: agujero, orificio, boquete (registro familiar), hoyo, bache, madriguera, etc. Muchos otros problemas surgen cuando vamos arrastrando las palabras para dar cuenta de su entrelazado en el poema. Siempre se hará una traducción con mayor o peor fortuna, pero al menos habría que intentar mantener el poso y el peso del poema original, en cuanto a sentido. Incluir ritmo y rima, ya es tarea de maestría de traductor que no voy a buscar ni alcanzar en la versión propuesta. Me interesa el peso de la palabra por el entretejido que realiza para transcribir la visión del durmiente en abandonado reposo.


Es un hoyo de verdor donde canta un río

que cuelga enloquecido a las hierbas andrajos

de plata; donde el sol de la altanera montaña

apunta; es un pequeño valle que espuma rayos.


Un joven soldado, boca abierta, cabeza descubierta

y la nuca bañándose en el fresco berro azul,

duerme; está tendido en la hierba, bajo la nube,

pálido en su verde lecho donde llueve la luz.


Los pies entre gladiolos, él duerme, sonriente como

sonreiría un niño enfermo, da una cabezada.

Naturaleza, arrúllalo cálidamente, tiene frío.


Los aromas no agitan su nariz

duerme bajo el sol, la mano sobre el pecho

tranquilo. Tiene dos agujeros rojos en el lado derecho.

¡Qué lejos queda la amorosa visión que nos presenta Rimbaud en este poema de la escena del soldado muerto descrita en la novela Il Gatoppardo de Tomasi de Lampedusa (1958) y recreada en la película que sobre ella realiza Luchino Visconti, El Gatopardo en 1963!

“Para el príncipe el jardín perfumado fue causa de sombrías asociaciones de ideas: “Ahora huele bien aquí, pero hace un mes…”

Recordaba la repulsión que unas dulzonas vaharadas habían difundido por toda la villa antes de que se hubiese apartado su causa: el cadáver de un joven soldado del Quinto Batallón de Cazadores que, herido en la asonada de San Lorenzo luchando contra las escuadras de los rebeldes, había ido a morir solo, allí, bajo un limonero. Lo habían encontrado de bruces sobre el espeso trébol, con la cara hundida en un charco de sangre y vómito, las uñas clavadas en la tierra y cubierto de hormigas. Debajo de la bandolera los intestinos violáceos habían formado una charca. Había sido Russo, el capataz, quien había encontrado aquella cosa hecha trozos, le había dado la vuelta y había cubierto su rostro con un pañuelo rojo, había recogido las vísceras con una ramita y las había metido dentro del desgarrado vientre, cuya herida había cubierto luego con los faldones azules del capote, escupiendo continuamente a causa del asco, si no precisamente encima, muy cerca del cadáver. Y todo ello con preocupante pericia.” pp. 38-39 (Madrid, Suma de Letras, 2002)

El poema me trae, de un tiempo lejano, la canción de Lope de Vega que me estremeció en uno de los maravillosos conciertos de música renacentista y barroca que se celebraban en la plaza de San Jorge o en el Museo de Cáceres y que tan torpemente alguien decidió eliminar de la programación cultural de esta empobrecida ciudad, “Mañanicas floridas”. Hay varias versiones en youtube, dejo esta Mañanicas floridas ( Félix Lope de Vega) S. XVII

Mañanicas floridas

de frío invierno,

recordad a mi niño

que duerme al hielo.

Mañanas dichosas

del frío diciembre,

aunque el cielo os siembre

de flores y rosas,

pues sois rigurosas

y Dios es tierno,

recordad a mi niño,

que duerme al hielo.

Ignoro si Arthur Rimbaud conocía la canción de Lope de Vega, pero en ambos poemas encontramos reflejos y ecos con las mismas palabras y acciones de una visión que trasciende la descripción y que tiene que ver con eso que mal denomino como poesía visionaria, ya que a partir de la ensoñación de una escena que puede pertenecer a la realidad, el poeta nos lleva más allá. Alcanza a cifrar, en unas pocas palabras, el desamparo y la inexplicable existencia del hombre en medio de la inmensidad.  El poema aplaca el desarraigo y lo absurdo de la existencia humana que provoca la explicación racionalista. Resulta difícil no poner en relación el tratamiento amoroso en ambos poemas de ese cuerpo desvalido, el arropamiento de la naturaleza en el caso del poema de Rimbaud y el rigor de la naturaleza en el de Lope es invalidado por la ternura de Dios. No es la misma visión, cristiana en el caso de Lope, pagana en el caso de Rimbaud, pero sí es común el frío (esa palabra) que desde ambos poemas nos estremece al leerlos. También es común esa penetración de una apariencia de muerte (tiene frío, duerme al frío) que se filtra en el poema y acaso desgarra la visión puramente racionalista: una expresión mal traducida arruinaría ese ir más allá del poema: faire un somme = hacer la siesta, dar una cabezada. Podría despertar, acaso despierte. Como el niño que duerme al hielo. El peso de este entretejerse de palabras sin duda nos habla de corrientes subterráneas, indescifrables, que alimentan la poesía de unos en otros autores y afloran como estratos en el cuerpo del poema. Ese misterio no del decir, sino del ver, más allá de lo inmediato concreto y que se nos desvela en el poema. No hay discurso emotivo, ni palabrería o expresión de sentimientos. No es la sonoridad o ampulosidad de lo dicho lo que vibra en el poema, sino el escalpelo de un léxico aparentemente sencillo. Las palabras funcionan como cinceles que dan forma a algo extraño, cargado de misterio. Y, sin embargo, el poema recorre uno a uno los engarces de nuestras vértebras, y nos estremecemos.


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