A Mª Luz Báez, por su
acción magistral, su entereza y sosiego.
El maestro[1] abre el
aula cada mañana como si cada mañana el mundo acabara de nacer. Olvida, aunque
lo anote y corrija machaconamente, el desinterés: que fulanito no trajo libros
ni cuadernos, que zutanito vino con los deberes por hacer, que menganita gusta de estar por los pasillos
y llega otra vez tarde. No tiene en cuenta la respuesta airada de quien ya siente el peso de la exclusión
o pide a gritos un límite que no le ofrecen. Acompaña la timidez desolada de quien se hace invisible
en una esquina y no le sale la voz. Cada día es un estreno y
confía que el afán que acarrea cada amanecer venga preñado de esperanza. Hay
días que algún alumno le sorprende y le regala, como una flor abierta de forma inesperada, un brote de
sabiduría, una intervención gozosa, la fortuna de una frase en la que late el
espíritu, un trabajo bien hecho o una sencilla pregunta que abre el mundo como
una sandía y llena de frescura, color y luz la jaula que es el aula. Un destello
de gozo para los días grises de la incongruente burocracia.
El maestro suele ser ecuánime en
su juicio, aunque defraude a los padres en sus expectativas. Por el maestro
pasan las generaciones de alumnos como se suceden las hojas en los árboles. De
algunos volverá a tener noticias. Los hijos de sus alumnos componen ya nuevos
paisajes y, a veces, en su cabeza, cambia los nombres y las fechas. De otros,
nada sabe. Cambian las generaciones y cambia el mundo. El maestro no ve que los
problemas sean otros, aunque otros sean los métodos que intentan dar respuesta
y muchos los manejos de algunos charlatanes. El maestro piensa que los hombres
vienen al mundo desorientados, desnudos y con frío. Que su misión –si alguna
tiene- es transmitir las coordenadas del complejo mundo que habitan (que no son
sólo las de hoy, vienen de lejos), hacerles descubrir los trajes de los que
disponen a medida que crecen (las posibilidades se multiplican cuanto más
compleja es la sociedad en la que viven) y arroparles en la elección para que
se sientan seguros (ayudarles a descubrirse a sí mismos y a encontrar un camino
propio y no lo que otros desean para ellos).
El maestro sabe que, al abrir el
aula, el mundo entero con sus contradicciones se cuela en ella prendido en las
capuchas o agarrada como polvo en las deportivas de los chicos. Al maestro le
gustaría disponer de un poco de sosiego, acallar el ruido que llega de la
calle, el fragor del mundo y sus charlatanes, y abordar la jornada con cierta calma.
El maestro encaja, en no pocas ocasiones, la desautorización de las familias,
la banalización de la enseñanza en los medios de comunicación, el espectáculo
en que convierten el aprendizaje los programas televisivos, la mentira
interesada de todos los gobiernos y hasta la difamación. El maestro, el que
reniega de ser un funcionario de ocho a tres, piensa en los alumnos en sus
tardes y maquina cómo despertar la inquietud o la curiosidad por todo lo que
cae tan lejos de su entorno y sus centros de interés que pivotan en torno a
móviles, tabletas, redes sociales (esas redes de pesca para atrapar a
incautos). Piensa cómo transmitir la ciencia, las matemáticas, la literatura,
la historia, el arte, la filosofía, las preguntas que se han hecho los hombres,
las palabras que usan y las que todavía no y que sólo encontrarán si acaban
dialogando con los muertos a través de sus libros.
El maestro procura ignorar el ir
y venir de dimes y diretes, colabora en el centro si puede o le dejan, según se
van formando los grupos de poder (democracia obliga). Tapa grietas, obstruye
agujeros y vuelve a levantar el edificio del saber que torpedean por doquier. El
maestro encara cada jornada sin la ilusión perdida. El maestro abre el aula
cada mañana como si el mundo acabara de nacer.