Caminar orillando taludes. Los pasos, púlsar de tiempo.
En primavera, se llenaron
los taludes vecinos del parque Fernando Tomás Pérez de cabezas coronadas de
espinas, en tal abundancia y con tan altos matices de azules y violetas como
nunca antes fueran vistos. Donde hubo lirios silvestres, dientes de león,
flores de mostaza, otros años, ahora había cardos, a cientos, a miles. Tras
socarrarse al sol de meses de escasa lluvia, los perros que solían husmear
gazapos y alondras entre matojos de alacraneras, bojas y estandartes huecos de
avena, no se aventuraron más en la selva erizada de pinchos y se limitaron a
corretear sobre el dócil césped. Conejos, alondras, tórtolas, perdices
procedieron entonces, con calma, a la cría de sus vástagos en el terreno
espinado.
Simultáneamente, en Islandia, la tierra se abría en corte limpio de bisturí en la carne, manando ardiente sangre en forma de lava, ceniza y ácido sulfúrico, sin parar, durante meses de modo que el olor a huevos podridos atravesó el océano y extendió el tufo nauseabundo por la atmósfera del oeste de Europa. En verano, por doquier, en vaharadas de aire azufrado, olía a podrido. El aire azufrado tiñó los atardeceres de azul turquesa llenos de brochazos de infinitos matices de grises azulados.
Libélula, Emilia Oliva. Ejercicio de acuarela. Agosto 2024. |
Sin embargo, lo
auténticamente extraordinario, por su insólita ocurrencia fue el revoloteo que,
durante el mes de agosto, iluminó las piscinas desde Cuenca al Estrecho de
Gibraltar, y más al oeste, en Extremadura y probablemente hasta en el Alentejo
en Portugal. Llegaban gráciles y frágiles hadas a beber del bordillo, se
paraban curiosas y nos escrutaban un instante con sus innumerables ojos -todo
ojos su cabeza-, y nos sobrecogía la intensidad en rojo de su cuerpo filiforme,
la imposible transparencia carmín de sus alas. Los que no se conocían, por
primera vez hablaban entre sí. Los niños absortos en sus pantallas, olvidaban
de pronto sus juegos cibernéticos y atrapados por la sutileza de su figura y su
errático vuelo, empezaron a preguntar su nombre, si picaban, si había que
matarlas. Contra todo pronóstico, unánime fue la decisión sin mediar palabra de
admirar sus idas y venidas, no ocasionarles daño.
Luego supimos de la
plaga de termitas que asolaba los chopos blancos y, entonces, comprendimos, que
su diminuto esplendor era la mayor defensa para el ejército que formaban contra
la plaga que carcomía, desde el mismo corazón del tronco, los árboles de sombra
disputada por los bañistas.
No hicimos daño a las libélulas durante
el verano.
A partir de
septiembre, apagado su encendido resplandor, las termitas retomaron su labor de
zapa y las guerras en carne viva, que las vacaciones de periodistas, políticos
y veraneantes habían puesto en sordina, volvieron a las noticias, Como baba de
tinta negra en la albura del acerado apareció escrito “GARZO” con trazos
amontonados de letras. Los ojos de las mujeres afganas se abrieron azules en la
memoria conjurando el progresivo eclipse decretado: ni voz, ni grito, ni canto.
Como lava ardiente cayó la ejecución, a manos de quien nada quiere negociar, de
los 6 jóvenes secuestrados en el concierto y rehenes de días sin término
minutos antes de su rescate. Una chiquilla
en Palestina levantó la voz y lo invisible se hizo cuerpo en su pregunta: ¿Dónde
estaba Egipto? ¿Dónde los países árabes? ¿Por qué los niños morían en Gaza
mientras los otros niños árabes vivían felices a salvo? Se desangró de nuevo la
luna y giraron en órbitas precisas el sol, los planetas y las otras estrellas, como era su costumbre.
Lo resumo en pocas palabras: ¡ Me llega!
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