Protestan a coro, en el mentidero público de las redes, el yuyu que le da a abundantes residentes cacereños, el paseo bordeado por enhiestos cipreses en el barrio de Montesol en Cáceres. Recuerdo la sorpresa que me produjo en la novela Los trabajos de Persiles y Segismunda de Cervantes la insistente descripción de la belleza de la dama y el caballero. Pensaba, como joven que era yo entonces, que, como jóvenes, la hermosura se daba por sentada, que no procedía insistir tanto en ella a cada tramo de aventura, o detallar la sorpresa que provocaba entre el gentío. La belleza de los protagonistas parecía elevarse como la cualidad más resaltable. Luego me dio por cavilar en ello y de aquella cavilación aún recuerdo que la belleza, tan exaltada, si lo era, también en la poesía de aquel siglo, e incluso en Dulcinea, y de qué exagerado modo, debía proceder de algo que se me escapaba. Hasta que caí: las enfermedades que marcaban de cicatrices indelebles cara y cuerpo. Quien hubiera escapado a la muerte y sobrevivido a la enfermedad (peste, lepra, viruela, disentería, artrosis, envejecimiento prematuro…) no salía indemne. Amén de heridas y amputaciones en el campo del trabajo, de defensa del honor, de las armas, de los avatares de la época. La exaltación de la belleza, sin duda, se debía, al hecho raro y excepcional que constituía, no a su abundancia.
Hace escasos meses, descubrí con profundo enojo
y podría calificar de dolor en no sé qué parte de mí misma, los desmochados
cipreses de la mediana de entrada a Cáceres desde Trujillo, a la altura del
complejo universitario, que interpretara en una de mis primeras acuarelas de
paisajes (la que ilustra en cabecera este texto). De la esbelta figura
desafiante al mismo cielo, tan hermosamente captada por Gerardo Diego en su
“Ciprés de Silos”, quedaban rechonchos arbustos de oscuro verdor aislado, sin
vocación siquiera de seto, desmadejados, huecos.
Quizá sea que padezco enfermedad de excesivas lecturas (como
el loco hidalgo) o alumbramientos de realidad de poetas, y lo que veo no se
corresponde en nada con lo que ven los otros que no sufren de infinidad de
parques infantiles sin niños, de senderos de excrementos de mascotas y de
árboles enfermos en alcorques por doquier. La belleza y hermosura de los
jóvenes, quizá por abundante después del largo periodo de abundancia y buena
nutrición harto excepcional en la historia, haya decaído en valor por exceso.
La fascinación por lo monstruoso como reapropiación del cuerpo está en todo su
apogeo para beneficio de charlatanes, cirujanos del todo es posible e
industrias farmacéuticas. Lo mismo quizá suceda con árboles, plantas, parques,
prados de exclusivo verdor donde hasta hace dos días hubo secarrales inmensos
que todavía rodean las islas de verdor a poco que se levante la vista de los
veladores de bares y terrazas o se salga por las “rutas del colesterol”. Me
temo que si el ruidoso rebotar de mensajes en pro del yuyu que provocan las dos hileras
de cipreses, que vaya usted a saber por qué miedos irracionales molestan, es
oído por instancias que valoran en votos cada oportunidad de intervención,
pronto estarán mochos y formarán espeso muro de lamentaciones. Se desea un
paisaje urbano libre de estorbos, uniforme y con las mismas gigantes letras
repetidas para indicar al torpe viajero su ubicación geográfica. Por todas
partes, la misma fealdad erigida en criterio. ¡Qué hastío!
No hay comentarios:
Publicar un comentario