sábado, 6 de abril de 2024

Del rincón en el ángulo oscuro

 

quien Emilia Oliva García.
carboncillo y lápiz, 21 x 14 cm.


A Antonio Sánchez, librero, el señor del fondo

 

De los dos ejemplares de los que dispone el librero, prefiere el usado. Es más barato, pero más rico. Tiene la sabiduría de las huellas dejadas en el tránsito, la marca del lector, quizá una dedicatoria, un papel olvidado entre sus páginas, una anotación, un poco de vida. A veces, como es el caso, se encuentra la insania entretejida, o eso piensa a primera vista. Son señales leves de un descuido, de un bajar la guardia que desvelan, en el hojear de páginas, a un lector encorajinado. No sabe si con el mundo, la vida, el círculo de escritores en el que no se acaba de ver tenido en cuenta… hay tantas variables para el enfado y la ira contenida.

Es la forma de marcar, resaltar, lo que le asombra. Los trazos dejados en algunas páginas. Son marcas diáfanas, sólo allí donde cree encontrar un fallo, una incoherencia. Puede tratarse de un crítico o quien ejerce esa función pública, o quizás sean trazos del propio autor. El ejemplar, una vez impreso, que le sirve para auscultar el latido del libro.  Y, entonces, ay, la arritmia, la duda, la irresolución quedan al descubierto. Conoce al autor, no le imagina trazos de tan rápida y descuidada ejecución. Aunque no sabe. No tiene puntos de referencia. No ha visto más escritura suya que la impresa.

No percibió, al hojearlo durante la compra, la página arrancada. El desgarro, piensa que no está exento de excesiva energía o cierta violencia, sin maneras, de la portadilla. La herida del corte es una silueta de relieves abruptos y cadena de montañas, con una sima profunda que llega al corazón mismo del lomo. Descarta que fuera el ejemplar de los arrepentimientos tras la impresión en manos del autor. No. Con certeza, es un libro enviado por el propio autor, generosamente. Y como lo que se recibe sin coste, lastra al que debe cuidarlo, al final se abandona. Sobre todo, ahora. Las bibliotecas personales se encuentran amontonadas junto a los contenedores de basura las más de las veces (antes, el poseedor podía complementar sus recursos en la vejez o dejar un patrimonio a sus herederos). Otras, con mejor criterio, el abandono se hace a la entrada de las bibliotecas (ese hospicio de socorro) para que los libros tengan la oportunidad de buscar refugio en otro lar, otro estante. Un abandono más, el de los libros. Vivir libre y ligero, es lo que trae.

Le gustaría tener la fe de que nada se pierde, pero no la tiene. La página perdida, manuscrita de la portadilla, ¿qué complicidad guardaba? Quedan los rayones zigzagueantes que atraviesan el texto en pocas páginas. Los círculos garrapateados que encierran errores. Tiene fe en el lector, en el de poesía, más. Las heridas no pueden ser la obra del lector que abre el libro con sed de camino y horizonte, porque respuestas, si las hay, no consigue encontrarlas. Ni siquiera los trazos se acomodan a la acritud del crítico en busca de botín. Habría alguna nota, alguna abreviatura que mantuviera la pista para redactar, después, el comentario. Pero no hay rastro de pensamiento o reflexión. Quizá se trate de un error, tal vez las prisas, y fuera el propio autor, entre el trajín de ejemplares por enviar, quien confundiera el libro aún virgen con el de los arrepentimientos y dedicó, sin más, el ya mancillado con sus garabatos despiadados. Ese arrepentimiento tonto quedaría en el rastro de la brusquedad del desgarro. Sí, le tranquiliza creer que la artera barbarie no se cuela en el corazón del que lee.


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