A Antonio Sánchez, librero, el señor del fondo
De los dos ejemplares de los que dispone el librero, prefiere el usado. Es más barato, pero
más rico. Tiene la sabiduría de las huellas dejadas en el tránsito, la marca
del lector, quizá una dedicatoria, un papel olvidado entre sus páginas, una
anotación, un poco de vida. A veces, como es el caso, se encuentra la insania
entretejida, o eso piensa a primera vista. Son señales leves de un descuido, de
un bajar la guardia que desvelan, en el hojear de páginas, a un lector
encorajinado. No sabe si con el mundo, la vida, el círculo de escritores en el
que no se acaba de ver tenido en cuenta… hay tantas variables para el enfado y
la ira contenida.
Es la forma de marcar, resaltar, lo que le asombra. Los
trazos dejados en algunas páginas. Son marcas diáfanas, sólo allí donde cree
encontrar un fallo, una incoherencia. Puede tratarse de un crítico o quien
ejerce esa función pública, o quizás sean trazos del propio autor. El ejemplar,
una vez impreso, que le sirve para auscultar el latido del libro. Y, entonces, ay, la arritmia, la duda, la irresolución
quedan al descubierto. Conoce al autor, no le imagina trazos de tan rápida y
descuidada ejecución. Aunque no sabe. No tiene puntos de referencia. No ha
visto más escritura suya que la impresa.
No percibió, al hojearlo durante la compra, la página
arrancada. El desgarro, piensa que no está exento de excesiva energía o cierta violencia,
sin maneras, de la portadilla. La herida del corte es una silueta de relieves
abruptos y cadena de montañas, con una sima profunda que llega al corazón mismo
del lomo. Descarta que fuera el ejemplar de los arrepentimientos tras la impresión
en manos del autor. No. Con certeza, es un libro enviado por el propio autor,
generosamente. Y como lo que se recibe sin coste, lastra al que debe cuidarlo,
al final se abandona. Sobre todo, ahora. Las bibliotecas personales se
encuentran amontonadas junto a los contenedores de basura las más de las veces
(antes, el poseedor podía complementar sus recursos en la vejez o dejar un patrimonio
a sus herederos). Otras, con mejor criterio, el abandono se hace a la entrada
de las bibliotecas (ese hospicio de socorro) para que los libros tengan la
oportunidad de buscar refugio en otro lar, otro estante. Un abandono más, el de
los libros. Vivir libre y ligero, es lo que trae.
Le gustaría tener la fe de que nada se pierde, pero no la
tiene. La página perdida, manuscrita de la portadilla, ¿qué complicidad
guardaba? Quedan los rayones zigzagueantes que atraviesan el texto en pocas
páginas. Los círculos garrapateados que encierran errores. Tiene fe en el
lector, en el de poesía, más. Las heridas no pueden ser la obra del lector que
abre el libro con sed de camino y horizonte, porque respuestas, si las hay, no
consigue encontrarlas. Ni siquiera los trazos se acomodan a la acritud del
crítico en busca de botín. Habría alguna nota, alguna abreviatura que
mantuviera la pista para redactar, después, el comentario. Pero no hay rastro
de pensamiento o reflexión. Quizá se trate de un error, tal vez las prisas, y
fuera el propio autor, entre el trajín de ejemplares por enviar, quien confundiera
el libro aún virgen con el de los arrepentimientos y dedicó, sin más, el ya
mancillado con sus garabatos despiadados. Ese arrepentimiento tonto quedaría en
el rastro de la brusquedad del desgarro. Sí, le tranquiliza creer que la artera
barbarie no se cuela en el corazón del que lee.
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