Había empezado a picotear
en los volúmenes de las obras de Fray Luis de León publicados por Galaxia Gutenberg
y el Círculo de Lectores, y digo picotear, porque la lectura iba y venía, como
pájaro que picotea briznas en huerto ajeno, cuando llegó la sugerencia de Ana María
Reviriego de participar en la mesa de debate sobre poesía, filosofía y
naturaleza de las II jornadas de Poetas en los pueblos de España. Aceptar la
propuesta era meterse en un buen jardín, pero vino Fray Luis de León en mi
auxilio. Antes de dar paso a las reflexiones sobre Los nombres de Cristo, establece el marco y los personajes que se
adentrarán por la selva oscura del tema anunciado en el título. Y ahí, nada más
empezar, el jardín filosófico se despliega en todo en su esplendor.
“Es la huerta
grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas
eso mismo hacía deleite en la vista, y sobre todo, la hora y la sazón. Pues
entrados en ella, primero por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y
gozando del frescor, y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras, y
junto a la corriente de una pequeña fuente, en unos ciertos asientos. Nace la
fuente de la cuesta que tiene a las espaldas, y entraba en la huerta por
aquella parte, y corriendo, y estropezando, parecía reírse. Tenían también
delante de los ojos y cerca dellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante y
no muy lejos, se veía el río Tormes, que aún en aquel tiempo hinchiendo bien
sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo
y la hora muy fresca” (p. 14)
Como un eco de
aquel jardín, el jardín de El convento de Hervás, la mañana fresca y soleada,
de cielo límpido y piar de aves entre las ramas. Nos adentramos por este jardín,
no de la mano de Fray Luis sino de Ana Reviriego y Carlos, el artífice jardinero,
hasta el casi ara o altar, a través de un laberinto de pasillos de boj, enramados
de tomates y pimientos en el huerto, laureles, olivos, árboles frutales
dispersos y enredaderas de sombra amena en el mullido verdor de tierna hierba. Las
sillas invitaban a la languidez del reposo y el estiramiento de miembros ávidos
de sol, tal era el frescor de la humedad que trepaba por las piernas. No era la
feliz primavera del poema de Fray Luis, sino un enmascarado otoño veraniego el
que apuntaba entre las tomateras todavía henchidas de frutos rojos:
Del monte en la
ladera,
por mi mano plantado
tengo un huerto,
que con la
primavera
de bella flor
cubierto
ya muestra en
esperanza el fruto cierto.
Y como codiciosa
por ver acrecentar
su hermosura,
desde la cumbre
airosa
una fontana pura
hasta llegar
corriendo se apresura.
Y luego, sosegada,
el paso entre los
árboles torciendo,
el suelo, de
pasada,
de verdura
vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.
El aire el huerto
orea
y ofrece mil
olores al sentido;
los árboles menea
con un manso
ruïdo
que del oro y del cetro pone olvido.
Nada invitaba a desviarse de ese locus amoenus por el otro lugar de Fray Luis:
Aquí la envidia y mentira
me tuvieron
encerrado.
Dichoso el
humilde estado
del que sabio se
retira
de aqueste mundo
malvado,
y con pobre mesa
y casa
en el campo
deleitoso
con sólo Dios se
compasa
y a solas su vida
pasa,
ni envidiado ni envidioso.
La luz jugaba entre las ramas y proyectaba japonerías en el hueso del tejido que protegía de la insolación el ara vestido de lienzos blancos. Ningún ciprés traía la desolación al espíritu. Ningún pepito grillo, el remordimiento. Y, sin embargo, las palabras volvían de lo alto a lo cercano, de lo excelso a lo inmediato, como el chirrido del grillo de Eduardo Moga en Hombre solo (ed. Huerga & Fierro):
Chirría un grillo.
Solo uno.
De todos los grillos que podrían chirriar
esta noche, solo lo hace
uno.
Su chirrido raspa el aire,
araña
siderúrgicamente
el oído.
Hasta que me acerco.
Entonces cesa.
El silencio que brota restaña
el aire herido,
pero ese cauterio es tanto un bálsamo
como una congoja.
El ciprés en el que pernocta el grillo
también es uno.
Hay otros árboles, pero no son
el ciprés uno,
el ciprés solo como la noche,
vertical como la noche.
No se cimbrea: encaja en la oscuridad
como una cuña de jade en una pared de pizarra.
Paso junto a los dos, el grillo que ya no chirría
y el ciprés solo,
con mi propio silencio a cuestas.
Mi soledad tiene dos piernas
y un corazón
y una lengua ciega, que se suma
al coro ausente del insecto y el árbol.
Yo también soy uno, pero esa unidad
no me define,
sino que me desfigura.
Me atropella el ruido estupefaciente
de un motorista.
Quizá su cabalgadura encierra
una legión de grillos
o un vendaval de cipreses.
Pero es un ruido solo,
un hombre solo,
una noche sola.
Sigo andando. Cada paso
es un grillo que enmudece,
un ciprés que se adentra en la negrura,
un yo exento de otros seres
que oye su propio chirriar en el vacío metálico
de la noche, repleta
de ruidos que no respiran,
de multitudes
que no son nadie,
que no apuntan al cielo
ni a la tierra, sino a una inhóspita
laxitud,
hecha de tiniebla.
Cada paso es una isla.
La luna, nevada y sola,
es una isla.
Yo soy una isla.
Me alejo del ciprés. Quizá el grillo que lo habita
haya vuelto a chirriar,
pero ya no lo oigo.
Me acerco a otro ciprés. Es más alto
que el anterior. También lo despinta
la noche. Pero este no dice
nada. No acoge
a nadie. Solo habla él, mudo.
Cuando paso a su lado, mi caminar se funde
con su entraña: se vuelve su tronco,
su unidad.
Otra unidad sin lengua,
oscura.
Pasa un motorista más. Su ruido
es el silencio del mundo.
Continúo,
solo.
El Dios, tan presente de Fray Luis, se desvanece en medio de la luz de donde la sombra emerge. Siguiendo las sombras o los carbones del incendio de Briznas de quien (inédito), se camina por el jardín como por un reverso:
hay hojas que lloran la caricia
que rasca
del humo
y hay torretas cigarras de cantar insomne
aladas
incorpóreas
visibles
en la densa penumbra del incendio
la tristeza que hace caer las hojas
devora desde dentro
el corazón del hombre
y la suma de las partes
no da nunca el todo
falta
lo inmensurable
a la carne artificial
el sabor
al hombre inmortal
el hastío de vivir
la despreciada porción del desconcierto
aborta todo mundo feliz
que se proyecta
permanece
aquello que nos une
el color parduzco de la desolación
la desvencijada trama de la ruina
no mires más lejos de tu paso
la luz refracta bellezas destructoras
ángeles
querubines
huríes en el paraíso
hombres cibernéticos
la vida feliz de otros planetas
no des cobijo a la quimera
a ras de suelo
a ras de suelo
se cuecen las pasiones de los hombres
a ras de suelo
amasan fortunas de deshechos los que pierden
la bolsa de basura
gris lobo verde
escabeche azul de prusia
es digno recipiente para la corvea de los días
aunque no sepas
de donde sopla el viento
Gracias Emilia por publicar este recorrido en la preparación de la mesa, por añadir las sensaciones de la celebración de la mesa, y por haberlas sabido sentir.
ResponderEliminarSé que llevabas esa descripción del huerto (de la Flecha?) del huerto de Fray Luis y que yo pensé que leerías y que no hiciste, porque a veces no todo lo que se lleva preparado se utiliza, y porque allí ese huerto era redundante y porque tu amabilidad y el desarrollo de la mesa (cinco participantes) pedía ser bien precisos ya que el escenario hermoso lo teníamos allí mismo haciéndonos de marco.
Gracias a ti, Ana, por hacerlo posible. Que bien sé de las dificultades, el trabajo que da la coordinación de estos encuentros. Necesité de tu ánimo e insistencia para ir. Y fue estupendo. Gracias.
EliminarSabéis que habéis dado forma y fondo a un encuentro inolvidable, Emilia, Ana y el resto de participantes. Y vuestros escritos, de altura. Enhorabuena. Y para el imaginario personal: estuvimos allí, con vosotras. J. Luis, Basilio, etc. Fue mucho.
ResponderEliminarUn millón de gracias, Floro.
EliminarGracias Florentino por vuestra generosa compañía.
ResponderEliminarEl regocijo de estar juntos, aunque distantes; de estar juntos, aunque solos. El regocijo de encontrarte/encontrarnos -ya por siempre- en las palabras. Gracias, Emilia!
ResponderEliminarQuerida Judy, ¡qué alegría leerte! Gracias por el mensaje. Un abrazo de osa mayor
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