Había siempre en la furgoneta de quien llevaba el pan cada día a fincas alejadas -entonces, a los ojos de la niña que era, laberinto de caminos de inaprehensible trayectoria- un cubo de zinc no muy grande, ligero, una soga -enrollada con maestría y criterio invariable- con un gancho de alambre grueso como una interrogación y unas tiras de caucho negro de cámara de neumático en amasijo de culebras gordas, al fondo, contra el respaldo. Cosas, sin interés, que viajaban junto a los cestos del pan. Los panes dispuestos de canto, en hileras, cubiertos con un paño blanco. Un enganchón dejaba a veces una ventanita, una fisura en el continuo blanco, sin trascendencia, donde asomaba un pico dorado. Nunca me pregunté ni pregunté el sentido de aquellos cachivaches que viajaban sin tregua, un día y otro, por caminos de polvo o de barro, de piedras asomando o baches socavados por la lluvia, entre bosques de encinas clareados y paredes de piedras que ponían cancela a las liebres huidizas de los campos. Un día el cubo, la soga y las tiras de caucho se hicieron visibles. No fue perceptible entonces. Sólo fue un gesto que pasó sin preguntas, como cae la lluvia o atraviesa el cielo un pájaro. Debía de ser primavera, porque si no, no me hubiera permitido acompañarle. El precio, subir y bajar del coche para abrir y cerrar cancelas. Los caminos debían estar embarrados, pero es algo que añade mi memoria al gesto imprevisible. Los campos estaban -imagino- pletóricos de hierba y salpicados de flores blancas y amarillas, con titilar de hilillos de agua que corrían en réplicas de rayos entre encinas. Un cauce de agua subido atravesaba el camino, sin puente ni vado franqueable. "Siéntate aquí y cuando te diga sueltas el freno de mano y el pie del freno poco a poco." Yo, al volante, como un juego. Haciendo fuerza con mi pierna contra el freno. Le vi alejarse con la cuerda colgada del hombro como una manga en la que el brazo encuentra su sitio, y las tiras de caucho bajo el brazo, algo frágil y blando, como un hijo al cuadril. Le vi después, del otro lado, enrollar las tiras de caucho al tronco de una encina que crecía al otro lado del vado. No sé cómo ha cruzado la corriente de agua absorta en mi juego de imaginación al volante del auto y la concentración en la pierna que se cansa de aguantar la presión. Y de pronto la orden: "Suelta el freno de mano primero, deja suelto el volante" Y le observo tirar de la cuerda rodeando la cincha de caucho y desplazar suavemente, primero pendiente abajo y luego pendiente arriba, el auto. Imágenes sueltas, aparentemente inconexas. El camino sigue y se pierde en la memoria. A veces, vuelve el gesto, inexplicable, como un enigma. El caucho revistiendo el cuerpo de la encina, la soga avanzando por ese cauce negro como en autopista y la furgoneta saltando al otro lado. Un gesto sin más y la pregunta que nunca hice. Ese gesto que esconde hoy una clave para comprender un mundo que desaparece, una pregunta sin respuesta.
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