sábado, 12 de octubre de 2024

Día de mercado

 

Bajo el sol de noviembre, Emilia Oliva. 
Carboncillo s/ papel. 21 x14,8 cm.2023. 


Recuerda que hacer colas las había hecho en la escuela para entrar, en gimnasia para el salto del potro, de longitud, el tiro a canasta o los ejercicios de barras y paralelas, en la iglesia para la comunión o las interminables procesiones de semana santa o las romerías, en el mercado ante los puestos, en el juego para saltar a pídola o entrar a la comba, en la fila del autoservicio en el comedor del internado y en los paseos de la escuela los miércoles por la tarde, ya en primavera, cantando vamos a contar mentiras, a la ida o la vuelta de un día pletórico de luz y flores en los campos aledaños. La mentira era un pecado que exigía arrepentimiento, contrición y penitencia y la cola no era la institución que es hoy de mansa paciencia de oveja en toda actividad o gestión de cita previa o sin cita previa. Esa manía de lo cómodo, lo muelle, lo insípido que todo lo rige era un desarreglo en toda línea. Porque hay cambios que son de encefalograma plano, siniestros, que nos roban la alegría. Como a la pobre Casandra que, en el corto trayecto de autobús urbano, recitaba a voz en cuello las verdades del barquero, sin provocar más que algún cabeceo de asentimiento casi imperceptible de un par de pasajeras, la vergüenza ajena de otros y los gestos y miradas cómplices de burla por la loca que les rompía las orejas, de la vista ya van ciegos, el corazón no les habla. Porque no soy de este o aquel partido, no. Mi voto yo se lo doy a este, y gesticulaba con la mano mostrando el revés de su bolsillo derecho vacío, no al que me lo llena no, al que me deja que tenga trabajo y gane lo suficiente y me deja vivir. No a los aprovechateguis que mira como vinieron, picos de oro haciendo capirotes a los corruptos y luego qué, por sus actos los conoceréis, y de lo que dijo pues nuevo credo, antes robaban ellos pues ahora nos toca a los nuestros, eso ha dicho el líder con toda su boca, sin disimular siquiera. Y habrá quienes les sigan votando. A los unos y a los otros. Pero yo lo tengo claro, si no hay a quien, pues votar, votaré, porque hay que votar, pero a ninguno. Y no hay a quien en el horizonte, y ya es desgracia, que esto es una cadena, que si tocas a los funcionarios y no les pagas o se lo bajas pues todo empieza a ir mal, si el gobierno hace conque paga pues ellos conque trabajan, si tocas lo que funciona porque lo que quieres es recaudar y recaudar y te metes hasta en lo que gana la pobre gente pues llega la gente a pobre que no gana nada, como yo, que antes tenía tres casas a las que iba a limpiar y me ganaba el pan para mí y mi hija y ahora ¿qué tengo? Si no fuera por ella que se fue a Barcelona porque aquí en Extremadura no hay na y se colocó y gana lo suyo y me manda una ayuda, de donde lo iba yo a sacar, a mis años, ni de puta que me pusiera. Y ahora nos viene el geta ese del falcon y se le llena la boca con el sueldo de 200 euros en una única paga con condiciones: si no tienes esto, si cumples lo otro, si tu casa no vale o no la tienes, porque tener un techo propio ¿qué coño se creen que es? El sudor de nuestra vida para que la mala suerte no nos deje bajo un puente. Pues ni eso les gusta, ya ven. Lo malo es que lo sufrimos los que no les votamos también. Porque mira que hay que estar ciego para creerse las patrañas con las que nos embaucan. A mí no, desde luego que a mí no.

Pulsé para bajarme. Me faltaba el aire. Igual de cobarde que toda esa gente que había subido, que venía del mercado con sus carros y bolsas a medias, rostros impasibles, casi sin vida tras las mascarillas, y que taponaban sus oídos a la perorata con los audífonos de sus móviles.  

Y luego estaba la fina piel de la sensiblería que se dolía de las palabras como si fueran puñales. Recordaba su cobardía cuando retiró del artículo la evocación del sonido crujiente de los huesecillos de los pajaritos fritos al morder. El corrector de estilo le previno de la violencia de la imagen. No comprendió muy bien lo que podría molestar si era habitual en su infancia que los chicos fueran con la escopeta de perdigones a pájaros y luego se comieran bien fritos, un manjar comerlos, no tanto desplumarlos y eviscerarlos, tarea de las niñas. Freírlos, los freía la madre o el padre. No era barbarie ni sadismo. Era un inicio a habilidades de subsistencia para la vida adulta. Aprender a matar un pájaro era quizá el paso previo a matar un pollo con su escándalo de carrera ya descabezado. Pelar y eviscerar un pájaro era aprender la anatomía y los gestos necesarios para aves de mayor tamaño. ¿Que si me comería ahora unos pajaritos fritos? Hombre, quizás no. Me gusta verlos faenar en los campos, oír su algarabía en los tejados y en los árboles. Pues eso es lo que ha cambiado. Que tú ya tampoco lo harías.  

La constatación la deja perpleja. El entrenamiento de la escopeta pajarera que hacían los chicos, ¿sería iniciación a la escopeta de caza? ¿al cetme, el fusil de asalto del servicio militar? ¿a la guerra? 


De Crónicas anfibias (inédito)

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