martes, 16 de julio de 2024

De mozos, doncellas y cipreses.

 

S/T Emilia Oliva. Acuarela. 2021.

Protestan a coro, en el mentidero público de las redes, el yuyu que le da a abundantes residentes cacereños, el paseo bordeado por enhiestos cipreses en el barrio de Montesol en Cáceres. Recuerdo la sorpresa que me produjo en la novela Los trabajos de Persiles y Segismunda de Cervantes la insistente descripción de la belleza de la dama y el caballero. Pensaba, como joven que era yo entonces, que, como jóvenes, la hermosura se daba por sentada, que no procedía insistir tanto en ella a cada tramo de aventura, o detallar la sorpresa que provocaba entre el gentío. La belleza de los protagonistas parecía elevarse como la cualidad más resaltable. Luego me dio por cavilar en ello y de aquella cavilación aún recuerdo que la belleza, tan exaltada, si lo era, también en la poesía de aquel siglo, e incluso en Dulcinea, y de qué exagerado modo, debía proceder de algo que se me escapaba. Hasta que caí: las enfermedades que marcaban de cicatrices indelebles cara y cuerpo. Quien hubiera escapado a la muerte y sobrevivido a la enfermedad (peste, lepra, viruela, disentería, artrosis, envejecimiento prematuro…) no salía indemne. Amén de heridas y amputaciones en el campo del trabajo, de defensa del honor, de las armas, de los avatares de la época. La exaltación de la belleza, sin duda, se debía, al hecho raro y excepcional que constituía, no a su abundancia. 

Hace escasos meses, descubrí con profundo enojo y podría calificar de dolor en no sé qué parte de mí misma, los desmochados cipreses de la mediana de entrada a Cáceres desde Trujillo, a la altura del complejo universitario, que interpretara en una de mis primeras acuarelas de paisajes (la que ilustra en cabecera este texto). De la esbelta figura desafiante al mismo cielo, tan hermosamente captada por Gerardo Diego en su “Ciprés de Silos”, quedaban rechonchos arbustos de oscuro verdor aislado, sin vocación siquiera de seto, desmadejados, huecos.

Quizá sea que padezco enfermedad de excesivas lecturas (como el loco hidalgo) o alumbramientos de realidad de poetas, y lo que veo no se corresponde en nada con lo que ven los otros que no sufren de infinidad de parques infantiles sin niños, de senderos de excrementos de mascotas y de árboles enfermos en alcorques por doquier. La belleza y hermosura de los jóvenes, quizá por abundante después del largo periodo de abundancia y buena nutrición harto excepcional en la historia, haya decaído en valor por exceso. La fascinación por lo monstruoso como reapropiación del cuerpo está en todo su apogeo para beneficio de charlatanes, cirujanos del todo es posible e industrias farmacéuticas. Lo mismo quizá suceda con árboles, plantas, parques, prados de exclusivo verdor donde hasta hace dos días hubo secarrales inmensos que todavía rodean las islas de verdor a poco que se levante la vista de los veladores de bares y terrazas o se salga por las “rutas del colesterol”. Me temo que si el ruidoso rebotar de mensajes en pro del yuyu que provocan las dos hileras de cipreses, que vaya usted a saber por qué miedos irracionales molestan, es oído por instancias que valoran en votos cada oportunidad de intervención, pronto estarán mochos y formarán espeso muro de lamentaciones. Se desea un paisaje urbano libre de estorbos, uniforme y con las mismas gigantes letras repetidas para indicar al torpe viajero su ubicación geográfica. Por todas partes, la misma fealdad erigida en criterio. ¡Qué hastío!


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