viernes, 6 de septiembre de 2024

2024

 

Cardos. Emilia Oliva.
Ejercicio de acuarela. 6 septiembre 2024

 

                                Caminar orillando taludes. Los pasos, púlsar de tiempo. 

En primavera, se llenaron los taludes vecinos del parque Fernando Tomás Pérez de cabezas coronadas de espinas, en tal abundancia y con tan altos matices de azules y violetas como nunca antes fueran vistos. Donde hubo lirios silvestres, dientes de león, flores de mostaza, otros años, ahora había cardos, a cientos, a miles. Tras socarrarse al sol de meses de escasa lluvia, los perros que solían husmear gazapos y alondras entre matojos de alacraneras, bojas y estandartes huecos de avena, no se aventuraron más en la selva erizada de pinchos y se limitaron a corretear sobre el dócil césped. Conejos, alondras, tórtolas, perdices procedieron entonces, con calma, a la cría de sus vástagos en el terreno espinado.


Simultáneamente, en Islandia, la tierra se abría en corte limpio de bisturí en la carne, manando ardiente sangre en forma de lava, ceniza y ácido sulfúrico, sin parar, durante meses de modo que el olor a huevos podridos atravesó el océano y extendió el tufo nauseabundo por la atmósfera del oeste de Europa. En verano, por doquier, en vaharadas de aire azufrado, olía a podrido. El aire azufrado tiñó los atardeceres de azul turquesa llenos de brochazos de infinitos matices de grises azulados.


Libélula, Emilia Oliva.
Ejercicio de acuarela. Agosto 2024.


Sin embargo, lo auténticamente extraordinario, por su insólita ocurrencia fue el revoloteo que, durante el mes de agosto, iluminó las piscinas desde Cuenca al Estrecho de Gibraltar, y más al oeste, en Extremadura y probablemente hasta en el Alentejo en Portugal. Llegaban gráciles y frágiles hadas a beber del bordillo, se paraban curiosas y nos escrutaban un instante con sus innumerables ojos -todo ojos su cabeza-, y nos sobrecogía la intensidad en rojo de su cuerpo filiforme, la imposible transparencia carmín de sus alas. Los que no se conocían, por primera vez hablaban entre sí. Los niños absortos en sus pantallas, olvidaban de pronto sus juegos cibernéticos y atrapados por la sutileza de su figura y su errático vuelo, empezaron a preguntar su nombre, si picaban, si había que matarlas. Contra todo pronóstico, unánime fue la decisión sin mediar palabra de admirar sus idas y venidas, no ocasionarles daño.

Luego supimos de la plaga de termitas que asolaba los chopos blancos y, entonces, comprendimos, que su diminuto esplendor era la mayor defensa para el ejército que formaban contra la plaga que carcomía, desde el mismo corazón del tronco, los árboles de sombra disputada por los bañistas.

 

No hicimos daño a las libélulas durante el verano. 


A partir de septiembre, apagado su encendido resplandor, las termitas retomaron su labor de zapa y las guerras en carne viva, que las vacaciones de periodistas, políticos y veraneantes habían puesto en sordina, volvieron a las noticias, Como baba de tinta negra en la albura del acerado apareció escrito “GARZO” con trazos amontonados de letras. Los ojos de las mujeres afganas se abrieron azules en la memoria conjurando el progresivo eclipse decretado: ni voz, ni grito, ni canto. Como lava ardiente cayó la ejecución, a manos de quien nada quiere negociar, de los 6 jóvenes secuestrados en el concierto y rehenes de días sin término minutos antes de su rescate.  Una chiquilla en Palestina levantó la voz y lo invisible se hizo cuerpo en su pregunta: ¿Dónde estaba Egipto? ¿Dónde los países árabes? ¿Por qué los niños morían en Gaza mientras los otros niños árabes vivían felices a salvo? Se desangró de nuevo la luna y giraron en órbitas precisas el sol, los planetas y las otras estrellas, como era su costumbre.